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Cosas Geniales, por Ezequiel Tujague

Aquel que ha tenido la posibilidad de conocer a Ezequiel Tujague, sabe con certezas que es una persona sensible, siempre corriendo detrás de la idea de iluminar, pero no a él mismo, sino a los demás, en una especie de acción que denota, de algún modo, haberlo entendido todo. Dar sin concesiones, como un viejo sabio desesperado por propagar lo que mata el miedo. Se mueve Ezequiel en corrientes de arte, en el aire de preocupación para acumular saber, pero no con la idea de ostentación, de exteriorizada erudición, sino para poner la sabiduría al servicio del otro. Siempre es así. Propaga lo otro, lo que, por segundos, minutos u horas, no puede salvar. ¿De qué? De lo que, ya por decantación, nos piensa mal, nos utiliza mal. Agarra la mochila, o su bolsa roja con cuaderno y lapicera, y aparece en los lugares donde se anda intentando alumbrar el ser. Anota, sedimenta, traduce la idea a modo de réplica, no de emulación, y la hace pública: propaga las usinas del pensamiento. Y, en ocasiones, con una potencia que sobrepasa la escena misma. Y es porque, en sus genes, se encuentra el yunque de un buen escritor, de un buen hacedor de crónicas, o de pequeñas historias que son solo grandes para algunos. Amplía el reducto chico de manera estética, y con rasgos de una explosiva expectativa. No se sabe si es romántico, ingenuo o un adelantado. Tal vez una mezcla de todas estas cualidades, que se manifiestan en el siguiente texto, en el que, con emoción, cuenta una de las atracciones existenciales que él busca vivir: aquellas donde el corazón busca armarse, donde las historias se cuentan para un bien general, para trascender con el pulso limpio, frágil ante la siempre sospechada realidad.

  • TEXTO DE EZEQUIEL

Cosas Geniales

En mi última función teatral como espectador viví uno de esos momentos inolvidables, sublimes, únicos…

Geniales.

Como cuando sucede eso que no se espera. Que te desborda. Que te pone en otro lugar.

Increíblemente me puso en un lugar de actuación. De actuar. No de espectador que mira. ¡De espectador-actor!

En el contexto del Festival de Temporada Alta en Buenos Aires, con su octava edición consecutiva en el país, con espectáculos provenientes de España, Uruguay, Chile, México, Perú, Francia y Venezuela. De la mano artística del vínculo creado entre Claudio Tolcachir, fundador de “Timbre 4”, esa casona teatral del barrio de Boedo, y referente del teatro independiente y el Festival “Temporada Alta”, que se celebra desde 1992 en las ciudades catalanas de Girona y Salt, en el marco de dos meses a puro teatro y talleres, y que lo tiene como uno de los festivales más importantes de España.

En ese contexto, lo genial.

El teatro, desde ya…

Pero algo más. Algo genial.

El espectáculo “Sólo cosas geniales” es la propuesta que nos trae la actriz y directora peruana, Norma Martínez.

Es más que una obra de teatro, es una experiencia de comunidad que convoca la participación del público. Para construir la historia de una niña que, a los 7 años, empieza a hacer una lista de cosas geniales para regalárselas a su madre que sufre de depresión crónica.

 

Vaya participación: llego a la sala con mi mochila cargada y me acomodo en primera fila, pegadito a la aplanada que es escenario.

La actriz, de vestido rojo furioso, está dándonos la bienvenida mientras suena una música peruana. Norma nos va acomodando y va repartiendo algo. Cuando estamos sentados viene y nos da algo. A toda la sala. A todes nos da algo.

A mí me dice si quiero participar de la obra, me dice: “No tenes que decir nada, sólo seguirme”.

La sigo. Ya extasiado. Con el corazón exaltado: pura adrenalina teatral. Adrenalina vivaz. Urgente.

Me indica que me siente en una silla, así que dejo esa primera fila y me ubico; en realidad, me ubica ella, me sienta detrás de la aplanada de lo que sería el escenario, al lado de una silla que dice “reservado”.

Y ahí vamos. La actriz va. Durante unos 40 minutos se acerca a cada espectador para darle algo, explicarle algo, susurrarle algo.

Algo genial.

Y después de recorrer cada butaca de manera estoica, tan cercana y sutilmente en ese acercamiento, Norma, de rojo impecable, se ubica en el centro de la aplanada y nos da la bienvenida: “Hoy vamos a pasar una linda noche, y para que este espectáculo salga bien, es necesario que cada una y uno de ustedes estén atentos a la consigna que tienen. Si están atentos, salimos bien. Si no, se pierde el sentido”. Algo así nos dice Norma.

Nos convoca y nos propone la acción participativa.

Que iremos resolviendo y entendiendo con el transcurrir teatral. Estamos todas y todos ya insertos en este viaje que nos propone esta niña de siete años. Un viaje de amor como respuesta a una madre que no quiere la vida.

Esa niña que cuando se dio cuenta del problema vital de su madre, emprendió una empresa enorme e infinita: una lista de cosas geniales para darle y compartir con su madre. Para darle fuerzas y un montón de sentido a ella, de estar viva. Ni más ni menos.

Tiene una fuerza de una niña que lo basa todo en inventiva y amor, que grita las cosas geniales de la vida a pura tracción, pensando en su madre.

Con la frescura de una infancia inédita, que se ve alterada por esa relación inestable con su madre. Desde esos siete años, la actriz Norma nos lleva por el crecimiento de aquella niña que intenta animar a su querida madre. Y que no parará de jugar a armar esa lista de cosas geniales.

Un número, una cosa genial.

Siete helados.

Y así muchas cosas geniales.

No sé muy bien qué tendré que hacer; no tengo ningún número como lxs demás espectadores. Que van gritando cada cosa genial. Y así fluimos en cosas geniales.

Hasta que, en un instante, desde el centro de la escena, la actriz me mira, me mira como una niña de 7 años que mira a su padre antes de salir en auto. Ahí caigo. Soy y seré su padre. Ése es mi rol. En esa obra soy su padre. Caigo en ese rol sin haberlo esperado. Tan cercano con mi historia.

Helados…

Padre. Inesperado.

Cosas geniales.

Me mira. A los ojos me mira, entre esas 200 personas -espectadores- y ese teatro y todo eso; siento (veo) su mirada profunda clavada en mis ojos. Me convoca en esa mirada única. De niña de 7. De hija de 7. Me transforma de espectador en padre.

Y ahí estoy. Siendo padre.

Vamos a visitar a mamá al hospital en un auto. “Tu madre a tomado una decisión errada, equivocada”, me dice seria, ella hablando, ahora, por mí. Nos abrochamos los cinturones. Viajamos al hospital. Ahí, la actriz me pide que haga de ella, de la niña de 7 años, para preguntar al padre infinitos porqués.

¿Por qué?

Y ella, haciendo de padre, me explica. Da explicaciones a los inquietantes y continuos porqués de esa niña de 7 años.

La obra crece en simultáneo al crecimiento de vida de esa niña. Se suceden etapas y, con ellas, la lista de cosas geniales.

Permanentes cosas geniales, ya no anotadas en simples papelitos, sino hasta en objetos de los más variados: la joven que tengo al lado tiene una cuchara de madera y, allí escrito, algo genial.

Después de recibirse, la niña que ya creció, se casa con un amor que había conocido en la facultad. Es un pibe que está sentado a cuatro sillas de mi lugar. Se casan, bailan, se ponen los anillos y demás representaciones, hasta que, otra vez, la actriz me mira, con la profundidad de una mirada de una hija recién casada. Y me pide, abriendo la palma de su mano, que me acerque y que diga algunas palabras.

Ahí estoy: en el centro de la escena dedicando unas palabras a mi hija que se acaba de casar.

Digo, para todo ese público, algo como:

“En este momento tan importante te deseamos lo mejor. Tu mamá y yo estamos muy orgullosos de vos. Que seas felizzzzz. No te olvides de venir a visitarnos y a busca siempre la felicidad. Eso, busca ser feliz, todo el tiempo”, le digo.

“Y no te olvides, nunca, de esas cosas geniales”, agrego ahora, pensando en esa escena.

Luego, la actriz viene, como mi hija, y me abraza. Es un abrazo profundo. Un abrazo de padre e hija. Bailamos un vals, abrazados mientras el público aplaude.

Después, la función termina. La actriz saluda a cada participante, nos agradece con su mirada vidriada de emoción y todas y todos estallamos en cerrados aplausos.

Antes de irse y terminar nos deja unas cajas con un millón de cosas geniales anotadas en papeles varios. Y los arroja y dispersa en todo el escenario.

Yo me quedo atrapado en ese abrazo y en el baile, en lo que acaba de suceder.

Llorando de emoción por algo tan genial: es el teatro.

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