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“Veintisiete días”, por la escritora linqueña, Elisa Vicondo

Amante de los animales, las flores y la soledad. Mujer sensible, con una pluma poderosa, entremezclada entre el sarcasmo, la luz a medias y un aire con palabras limpias y filosas, tal vez con el tiempo trascendentales. Esos son solo algunos rasgos de la escritora linqueña Elisa Vicondo, quien ya ha publicado un libro, bajo el título “Nurtura”, de la mano de la editorial “Diario del Desierto”. A continuación, “Corazón Amateur” te propone uno de sus escritos, para quienes hacemos esta página, realmente poderoso.

VEINTISIETE DÍAS

Hoy hacen veintisiete días que llueve en mi pieza.

Digo lluvia, pero es de las lluvias malas que hablo. De esas que te pegan en los ojos con gotitas saladas que te perforan la mirada.

“Hace veintisiete días”, le dije a mi vecina María, cuando sacaba a mi gato a tomar sol. “Veintisiete días que llueve”.

Es que María me conoce desde siempre, y a alguien le tenía que decir que me llovía agua amarga.

Porque no estoy loca. Sé que la tierra del patio está seca, los árboles, quebrados. Hasta la misma María me dijo “¿llover? ¿Qué raro! Si vamos con una sequía larga”.  Y se me quedó mirando con esos ojos de bruja que tiene.

“¿Estás bien’”, me preguntó. “¿Comiste, nena?”.

La dejé preguntándole a mi sombra, que es más agradable que yo.

Pero sí, ya son veintisiete días que llueve agua amarga.

No recuerdo cuándo empezó, si fue un lunes o un fin de semana.

Lo que tengo presente es que el primer día que amanecí acuosa, atiné a agarrarme el pelo chuzo que tengo para sostenerme de algo. Porque siempre tengo esa sensación de vivir cosas que otros no ven, no escuchan.

Entonces, me mastico la lengua, me pego. Necesito sentir un dolor más real que lo que estoy viendo. Y en eso estaba, tirando mis pelos, cuando de ese manojo de hierbas me hice una trenza.

Y cada día, cuando despierto y veo el caos de esta lluvia interna, me hago una trenza. Y las cuento, son mi rosario de pelos. Veintisiete trencitas desprolijas.

Y vuelvo a mi lluvia, sólo mía. No es como lo que estás pensando.

Arranca igual. Primero se instala en mis oídos un viento suave que me arrulla los tímpanos y me lleva lejos a la infancia, al pasto. Y cuando estoy entregada a ese ronroneo, de golpe el trueno seco en la espalda; y luego la lluvia potente, helada, cae en mis huesos.

En la trenza trece saqué por la mañana cinco baldes de agua de la pieza. Perdí los libros de poemas que habían quedado dispersos en el piso luego de una noche pizarniana.

Y arroya todo cuando llega, y deshoja todo cuando se va.

Porque la humedad, esa maldita sangre acuosa, come todo lo que queda. Es tan selectiva, tan callada…

Comenzó con las fotos de las paredes. Día a día fue bañando de bruma los ojos, el rostro de mis seres queridos. Y cuando quiero acordar, sólo cuelgan los marcos vacíos.

Y llueve, y tengo miedo.

Cuelgo las sábanas todos los días para que el sol sea piadoso con ellas.

Las frazadas las seco con la plancha.

Mi gato ya no quiere dormir conmigo. Él sabe que esa lluvia es perversa.

Y desde hace varias trenzas que tengo una tos ronca y me duele el pecho al respirar profundo.

Estoy segura que es la humedad entrando por mi piel. Quiere borrarme los ojos, la nariz.

¿A quién le cuento lo que me pasa?

María me mira desconfiada.

No tengo amigos; en casa ya no queda nadie.

Según mis cálculos, con sesenta trencitas podré hacer un lazo fuerte de pelos y será mi soga viviente cuando abrace mi cuello y salte al vacío.

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